Lo primero a saber es que Siniestro Ediciones es, en realidad, un secreto sólo conocido por sus integrantes y, formalmente, no existe. La fachada de esta usina de cultura es la propia de algo que no es: a Siniestro Ediciones se ingresa a través de una puerta roñosa en un bar para borrachos de la estación Chacarita. Aquí no hay utilería: el bar y los borrachos son reales, y gracias a ellos, a sus repelentes emisiones de todo tipo, se abarata el costo que exige el alquiler de las oficinas. Alguna vez, se llegó a comentar que directores de Siniestro, ataviados con barbas postizas, reclutaban bebedores de distintos barrios para garantizar la supervivencia de aquella infecta pocilga y así evitar un alza en las expensas del edificio.
Tras pasar la puerta roñosa del bar, uno se encuentra la recepción de Siniestro, ornamentada con las últimas publicaciones y con una tímida recepcionista que suele tener 18 años y que suele durar un máximo de 3 meses en su puesto. Como nadie ajeno a la organización aparece en la recepción, la chica se limita a atender el teléfono –“
Panadería La Tostada, buenos días”– y a resistir los intentos de seducción y/o cópula ejecutados, con más o menos circunloquio, por los distintos escalafones del staff. Es cierto que, de vez en cuando, se infiltra algún borracho para hacer sus necesidades o para dormir, pero eso no es parte, digamos, de la mecánica aceitada y rígida que regula el funcionamiento de este oculto y eficaz dispositivo empresarial.
El espacio de la redacción es más bien acogedor, aunque se respire un aire cuchitrilesco, rojizo, y todos vivan quejándose por la falta de lugar. Como ahí antes funcionaba un cine porno, los suelos tienen una inclinación marcada y en distintos rincones todavía se encuentran manchas y escrituras cariñosas de aquellas épocas legendarias.
La pendiente es traicionera y no es raro ver a un redactor rodar por el suelo directo a las oficinas de la dirección, que están en la parte más baja, donde en el cine estaba la pantalla, para evitarle a “los gordos” el exceso de ejercicio. Cada tanto, cuando ellos salen a mirar el trabajo o a tirarse lances con las mujeres que hacen la limpieza, saludan con las cejas al amo supremo que se ubica sobre todos, en el viejo cubículo del proyector. Nadie sabe su nombre y nadie lo tiene visto; sólo se lo conoce como
El Ojo.